Badalona oculta algo más que historia bajo sus calles.
Cuando seis amigos descubren símbolos olvidados, comienza una aventura que transformará su ciudad, sus vínculos… y su manera de entender el tiempo. Los Goonies de Badalona mezcla acción, arqueología emocional y vínculos auténticos en una historia donde la memoria es más poderosa que cualquier tesoro enterrado.
Capítulo 1: La llamada a la aventura
—Si los Goonies encontraron su tesoro, ¿por qué nosotros no? —dijo Jeran de pronto, sin apartar la vista de la pantalla.
Nadie respondió al instante. Majo, sentada a su lado, giró el rostro con una ceja levantada. El reflejo de la pantalla hacía brillar sus ojos, como si la idea no le resultara tan absurda.
—¿Te refieres a buscar algo real? ¿Aquí… en Badalona?
Iryan, la hermana pequeña de Jeran, sacó su libreta y empezó a anotar como si el comentario fuera una orden de investigación. Al otro lado de la sábana, Hugo ajustaba sus gafas mientras tomaba fotos con su móvil, como si ya registrara pruebas. Guillem soltó un bostezo teatral, pero sus ojos estaban atentos. Y Crystmas, el pomchi inquieto del grupo, ladró dos veces.
—Una señal clara —dijo Guillem, encogiéndose de hombros—. El perro ha hablado.
Majo lanzó una mirada rápida a Jeran, una de esas que no se puede confundir. Él se ruborizó, aunque no lo admitiera. Nadie lo dijo en voz alta, pero algo entre ellos comenzaba a moverse como la marea discreta tras las rocas.
Jeran abrió su mochila, sacó un cuaderno viejo. Lo había heredado de su abuelo, quien hablaba de túneles romanos y pasadizos escondidos entre el monasterio y el Turó d’en Boscà. Las páginas estaban llenas de garabatos, fechas sueltas, dibujos que nadie más entendería.
—Tengo un mapa… o algo parecido —dijo, sin levantar la voz.
Silencio.
Hasta que Majo lo rompió:
—Mañana. Lo seguimos. Si encontramos algo, lo grabamos. Pero si no… al menos habremos buscado.
Crystmas brincó de emoción.
Y así, sin tesoro aún, sin piratas ni túneles abiertos, comenzó la historia.
Aunque todavía nadie sabía que lo que estaba por encontrarse… ya había estado esperando.
Capítulo 2: El Umbral del Turo
El día comenzó con una luz apagada, como si Badalona supiera que algo estaba a punto de cambiar. El grupo se reunió temprano en el descampado frente al Turó d’en Boscà, mochila en mano, linternas cargadas, y Crystmas trotando feliz entre los arbustos, como un explorador en miniatura.
Los restos del poblado ibérico emergían entre la maleza, con muros bajos y piedras que habían olvidado su forma. El viento traía olor a tierra mojada y a historia.
—Estos muros tienen más de dos mil años —dijo Jeran, tocando una inscripción apenas visible—. Y siguen guardando algo.
Majo activó la grabación de su móvil. Hugo desplegó un sensor térmico casero que parecía una cafetera con cables. Iryan caminaba con su cuaderno abierto, dibujando símbolos que solo ella entendía. Guillem se dedicó a hacer chistes sobre fantasmas íberos… hasta que Crystmas ladró.
Fuerte. Dos veces. Y no por juego.
El pomchi rascaba el suelo junto a una losa semienterrada en una ladera al norte del asentamiento.
—¿Qué pasa, pequeño? —murmuró Majo, agachándose.
Iryan se inclinó también. Notó una marca en la piedra: una espiral dentro de un triángulo quebrado.
—¿Otra vez ese símbolo? —susurró.
Jeran revisó su cuaderno: la misma figura aparecía en los márgenes de una nota antigua de su abuelo, junto a palabras en catalán antiguo que no lograban traducir.
Hugo, emocionado, apuntó el sensor térmico hacia la losa. El dispositivo pitó suavemente.
—Debajo… hay una cavidad. Y temperatura residual. Esto no es solo piedra —afirmó.
Los chicos se miraron.
—¿La levantamos? —preguntó Guillem, ya con las manos en la tierra.
Con mucho esfuerzo, retiraron la vegetación y comenzaron a mover la losa, que cedió con un gemido de piedra antigua. Una corriente de aire caliente emergió de la grieta.
—Esto respira —dijo Majo.
Jeran bajó primero, ayudado por una cuerda que Itzan había traído como parte de “por si acaso”.
Descendieron por una escalera semicircular. El ambiente era húmedo y olía a hierro y tierra. Crystmas se lanzó detrás como si conociera el camino.
Una vez abajo, una sala de piedra con columnas torcidas los recibió. En una pared, grabado a mano, había un mensaje que aún se leía:
“Els que recordin trobaran el camí. Però el silenci no perdona.”
(Los que recuerden encontrarán el camino. Pero el silencio no perdona.)
De pronto, una vibración recorrió el suelo. A lo lejos, se oyó algo caer. Una puerta que se cerraba. Una piedra que se movía sola.
Majo apagó la cámara.
Jeran sacó la brújula de su abuelo. La aguja giraba sin rumbo.
Guillem, más serio que nunca, murmuró:
—Creo que acabamos de entrar en lo que no debía ser abierto.
Las linternas comenzaron a parpadear.
Y una figura pintada en la pared pareció moverse.
El Umbral del Turó los había aceptado. Pero aún no decidía qué quería de ellos.
Capítulo 3: La cámara del silencio
La cámara era semicircular, sostenida por pilares cubiertos de grabados. No eran palabras reconocibles, ni símbolos que se enseñaran en libros. Eran trazos emocionales, tallados por manos que no querían ser olvidadas.
En el centro, una losa cuadrada sobresalía del suelo. Sobre ella, un dibujo más reciente: la espiral quebrada del triángulo, como el que habían visto en el Turó.
Jeran caminó primero. Majo lo siguió sin hablar. Hugo observaba todo con su visor, y Iryan hacía un esquema rápido en su libreta. Itzan se mantenía cerca de la entrada, atento. Guillem rompió el silencio:
—Este sitio no está en ningún plano. Y lo que hay aquí... no se construyó para ser visto.
Entonces Crystmas gruñó. Bajo la losa, una vibración se hizo sentir, seguida de un clic profundo.
Una sección de la pared giró sola, revelando un pasillo estrecho y curvo. Las paredes estaban decoradas con escenas: embarcaciones, constelaciones, y algo que parecía un ritual donde niños sostenían objetos luminosos.
Iryan tocó uno de los paneles, y su linterna parpadeó. El dibujo pareció animarse durante un segundo: una figura alzaba la esfera que ellos llevaban.
—¿Nos están esperando? —susurró.
Hugo analizó los patrones. Descubrió un sistema de presión en el suelo, como si hubiera que pisar según una secuencia. Guillem, con su memoria visual, recordó el ritmo de las luces en el museo y lo aplicó.
Uno a uno, caminaron. El pasillo los aceptó.
Y al final, otra cámara más profunda.
Esta segunda sala tenía una plataforma elevada y sobre ella, fragmentos de cerámica con inscripciones en catalán antiguo. Una en especial decía:
Baetulo dorm, però no ha oblidat.
Només aquells que recorden poden continuar.
(Baetulo duerme, pero no ha olvidado.
Solo quienes recuerdan pueden continuar.)
Iryan encontró marcas recientes: pisadas, roces, una antorcha caída. No estaban solos. Alguien había pasado por allí… no mucho antes.
El grupo se tensó. Había que decidir: avanzar por el túnel de piedra o retroceder. Jeran alzó la brújula. Esta vez, giró una vez… y se detuvo.
—Nos está marcando el camino —dijo.
Majo lo miró. Sin decir nada, tomó su mano.
Avanzaron juntos.
La cámara del silencio no era solo un lugar. Era una advertencia. Y ellos acababan de responderle.
El aire dentro del pasadizo era espeso y antiguo, como si hubiese sido sellado hace siglos. El grupo descendía por escalones tallados a mano, cubiertos por polvo y musgo petrificado. Las linternas temblaban, y Crystmas, por primera vez, caminaba lento, con las orejas bajas.
La cámara que los esperaba al final del túnel era semicircular y silenciosa. Las paredes estaban llenas de inscripciones en catalán arcaico, mezcladas con figuras geométricas, espirales y constelaciones. El suelo vibraba con una energía difícil de definir —algo entre el eco y la memoria.
Jeran se adelantó, guiado por la brújula de su abuelo, que giraba sin rumbo pero se detenía justo frente a una losa de piedra grabada. Allí, el símbolo conocido volvió a aparecer: la espiral dentro del triángulo roto.
—No es una coincidencia —dijo en voz baja—. Nos está guiando.
Majo grabó unos segundos, luego bajó el móvil. No quería documentarlo… quería comprenderlo. Iryan, fascinada, dibujaba los símbolos rápido, como si no quisiera que se escaparan. Hugo murmuraba cosas sobre presión atmosférica, mientras movía su escáner improvisado de derecha a izquierda. Y Guillem, por primera vez, guardó silencio.
Crystmas rascó en una esquina. Debajo del polvo, Iryan descubrió un fragmento de cerámica con letras desvaídas:
"Baetulo no dorm. Observa."
Justo entonces, un sonido metálico resonó en lo profundo. Una compuerta descendió a sus espaldas, cerrando el túnel por el que habían venido.
—¿Alguien tocó algo? —preguntó Hugo.
—Fue el tiempo —dijo Jeran—. Estamos dentro… del centro.
Del lado opuesto, una puerta giró lentamente. Detrás de ella, un pasillo curvo con inscripciones que narraban una historia: figuras humanas rodeadas de luces, mapas de túneles, y en el centro, un objeto circular —la esfera.
—Esto fue hecho para ser descubierto… —susurró Majo.
Pero justo cuando avanzaban por el nuevo pasillo, las linternas de Hugo y Majo parpadearon. El aire se volvió más cálido. Y el escáner de Hugo detectó señales de movimiento… humano.
—Hay alguien más aquí —dijo.
Jeran se detuvo. El silencio ahora parecía más denso. La cámara ya no era una guía. Era una advertencia.
—
Al final del pasillo, otra cámara esperaba. Y más allá… alguien. O algo.
El aire dentro del pasadizo empezaba a cambiar. Ya no era solo polvo antiguo y olor a piedra. Había vibraciones—pulsos que no provenían del grupo ni del entorno, como si el Turó estuviera observando desde sus raíces.
Los seis caminaban en fila, con las linternas alumbrando paredes cubiertas de inscripciones. Más adelante, la galería se bifurcaba en tres túneles diferentes. Jeran consultó su brújula, pero la aguja giraba en círculos. Iryan sostenía el cuaderno abierto. Crystmas gruñía con suavidad. Algo no iba bien.
—¿Y si regresamos? —sugirió Hugo.
—¿A dónde, si ya no hay salida? —respondió Majo. Su voz sonaba firme, pero sus ojos no.
Guillem, que iba al final, se detuvo. Notó algo en el suelo: huellas recientes. No eran de ellos. Eran más grandes. Más firmes. Alguien había pasado por ahí… no hacía mucho.
La oscuridad había cambiado de textura.
Desde la cámara circular en la que entraron, el grupo había cruzado dos pasadizos, descendido escaleras irregulares y atravesado una galería de ladrillo donde las paredes parecían respirar. Aún no sabían dónde estaban. Solo sabían que el Turó ya no era un sitio de recreo histórico.
Era otra cosa.
Jeran lideraba con la brújula en una mano, aunque la aguja no apuntaba a ningún norte. Majo caminaba cerca, en silencio, observando los símbolos que se encendían a su paso. Iryan intentaba copiar inscripciones cada vez más complejas. Hugo, atento, colocaba sensores sobre las piedras. Guillem mantenía el humor a raya, pero había perdido la sonrisa. Y Crystmas no se adelantaba… por primera vez.
—Estamos en un sistema vivo —dijo Jeran finalmente—. Esto reacciona a nosotros.
La frase quedó flotando en el aire como una advertencia.
Entonces ocurrió.
Al girar en un cruce entre túneles, una losa se movió detrás de ellos, cerrando el paso. La compuerta de piedra cayó lentamente, bloqueando el regreso. El suelo vibró. Las linternas parpadearon.
—¿Eso lo hicimos nosotros? —preguntó Majo.
—O alguien más está aquí —dijo Hugo, sin esconder el miedo.
Crystmas se adelantó hacia una grieta. Olfateó. Luego ladró una vez.
Jeran colocó su mano sobre la piedra. Estaba tibia.
Del otro lado… había algo.
Eran las ocho y cuarto de la mañana cuando Itzan abrió la puerta del cuarto de Jeran. Esperaba encontrarlo dormido o garabateando símbolos extraños. Pero la cama estaba hecha, la mochila no estaba, y Crystmas, por alguna razón, no estaba rondando la casa.
Algo no cuadraba.
Itzan se acercó al escritorio. El cuaderno de Jeran estaba semiabierto sobre un mapa dibujado a mano: un triángulo conectaba el Turó d’en Boscà, el Monasterio de Sant Jeroni y el subsuelo del Zorrilla. Al margen, una anotación en tinta más fresca:
Si no estoy… empieza por el Turó.
Fue suficiente.
Itzan tomó su linterna, su mochila de montaña, un rollo de cuerda y su navaja suiza. Revisó su móvil. Un GPS pequeño —herencia de Hugo— marcaba una señal aún activa… exactamente en el Turó.
Salió corriendo.
En el Turó, la entrada parecía intacta. Nada sugería que alguien se hubiera colado en el yacimiento. Pero Crystmas, como si supiera, apareció por detrás de unas matas, jadeando, con polvo entre las patas.
Itzan se agachó.
—¿Dónde están?
Crystmas ladró dos veces. Luego corrió hacia una zona semienterrada con rocas cubiertas de hiedra. Allí, una losa rota revelaba una apertura horizontal por donde apenas cabía una persona.
Itzan no lo dudó.
Ató la cuerda, encendió su linterna… y descendió.
Abajo, el grupo se había dividido por necesidad: un túnel inestable se había estrechado, dejando a Jeran y Majo atrapados en una cámara lateral. El resto seguía adelante, intentando encontrar una salida.
Jeran inspeccionaba las inscripciones. Majo encendía su linterna sobre un mural que mostraba a dos figuras sosteniéndose en medio del fuego.
—Es como nosotros —murmuró.
Él la miró. Una pausa. Un gesto.
—No sabía que confiar podía sentirse tan claro —dijo Jeran.
—Ni que el miedo pudiera hacerte avanzar —respondió Majo.
Y entonces, sin pensarlo, se abrazaron.
Un ruido les devolvió a la tensión.
Pasos.
Del otro lado de la galería… Itzan apareció entre el polvo y la luz temblorosa.
—¿Jugando a Indiana Jones sin mí? —dijo, jadeando.
Iryan lo abrazó primero. Hugo soltó una exclamación. Guillem se permitió sonreír otra vez.
Jeran y Majo, aún sorprendidos, se miraron.
El grupo volvía a estar completo.
Y justo en ese momento, el suelo tembló.
Una piedra se deslizó.
Y en la pared, el símbolo triangular volvió a brillar, esta vez incompleto.
Capítulo 4: La huella invisible
El pasadizo por el que salieron era estrecho, húmedo, y parecía construido para no ser encontrado. Al llegar al exterior, lo primero que notaron fue el sonido del viento. El mundo allá arriba seguía con su ritmo habitual. Pero para ellos, algo ya no encajaba igual.
Ninguno hablaba mucho mientras cruzaban el parque en dirección al barrio. Jeran iba en silencio, la esfera envuelta en tela dentro de su mochila. Majo, a su lado, miraba el suelo, recordando la cámara oculta, el símbolo, el calor entre las piedras.
Guillem rompió el silencio primero.
—Tengo hambre de siglo XXI. Bocata, sofá y silencio.
Todos rieron suavemente. No por la broma, sino por lo que significaba volver a ser chicos por unos minutos más.
En casa de Majo, se sentaron un rato en el patio, sin películas, sin linternas ni mapas. El sol bajaba, tiñendo los muros de naranja. Crystmas dormía con las patas aún llenas de polvo. Iryan dibujaba lo que recordaba. Hugo revisaba datos de la esfera, sin encontrar aún lógica.
Itzan estaba de pie, observando a sus hermanos.
—Mañana puede ser distinto —dijo con voz grave—. Esto no ha terminado. Y hay lugares que están conectados… pero necesitan ser entendidos. El monasterio es uno de ellos.
Jeran asintió.
—A las diez en el parque. Sin cámaras. Sin improvisaciones. Solo nosotros.
Majo lo miró con complicidad.
—Y Crystmas —añadió.
La noche llegó sin estruendo. Uno a uno, se fueron despidiendo. Cada gesto tenía un peso nuevo. Una mirada que decía lo que hicimos hoy y otra que prometía lo que vendrá mañana.
Jeran guardó el cuaderno en su cajón, junto a la brújula y una piedra que había tomado del Umbral. No escribió nada esa noche. Sólo dejó la última página en blanco. Como si esperara que el monasterio la completara.
La ciudad dormía.
El Umbral también.
Pero ellos… no del todo.
Mañana, a las diez.
Capítulo 5: El eco de las piedras
El cielo aún conservaba el gris de la noche cuando Jeran llegó al parque. En su mochila, la esfera envuelta en tela, el cuaderno de su abuelo, y un nuevo silencio que pesaba más que el equipo de exploración. Crystmas caminaba junto a él, quieto, sin ese nerviosismo juguetón de otros días.
Uno a uno fueron llegando. Majo con una chaqueta oscura y la mirada decidida. Iryan con sus lápices, Hugo con su sensor recién calibrado, Guillem más callado de lo habitual, y Itzan, cargando una mochila que parecía lista para una travesía de montaña.
No hubo bromas esta vez. Sólo un asentimiento colectivo. Todos sabían que el monasterio no era un simple destino: era una respuesta. O una pregunta que no entendían del todo.
Al entrar, el aire cambió. Era limpio, pero cargado. Como si algo estuviera por decirse desde hacía mucho tiempo.
Las paredes góticas del claustro recibieron al grupo con sombra y solemnidad. Los vitrales altos dejaban pasar la luz con timidez. El suelo crujía bajo sus pasos. Y Crystmas —curioso, pero respetuoso— no ladró ni una sola vez.
—Aquí hay símbolos que no están en ningún libro —murmuró Jeran al observar un relieve medio escondido bajo una columna desgastada.
Iryan lo registró con cuidado. Tres líneas que se cruzaban formando una espiral inacabada. Hugo, al revisar con su escáner, detectó vibraciones mínimas en el muro. Era como si esa piedra respirara.
Guillem se detuvo junto a una placa casi borrada:
“L'eco del silenci és només per aquells que saben escoltar.”
(El eco del silencio es solo para quienes saben escuchar.)
Susurró la frase. Nadie respondió. Pero todos la sintieron.
En los próximos pasos, el grupo se adentrará más en los pasillos del monasterio, guiados por señales que parecen activarse con su presencia. Un personaje aparece —el extraño Fray Aureli, que no pregunta quiénes son ni por qué han venido, pero parece saberlo todo. También surgirán tensiones sutiles entre los chicos: el vínculo entre Jeran y Majo se afianza con miradas cada vez menos disimuladas, mientras Guillem empieza a detectar patrones que podrían ser más que decorativos.Las pisadas se amortiguaban sobre el suelo de piedra. El grupo avanzaba por los pasillos del monasterio en fila irregular, como si temieran romper el silencio que parecía sostener el lugar desde dentro.
Entraron por una puerta secundaria, tras bordear el claustro desde la galería norte. Jeran había trazado el plano desde un folleto viejo que encontró en casa, y Crystmas, inquieto, se había detenido varias veces frente a muros aparentemente idénticos. Pero él distinguía algo. Como si olfateara memorias.
En el refectorio, Iryan encontró una pintura mural parcialmente cubierta por yeso moderno. Allí, con trazos apenas visibles, estaba el triángulo espiral grabado sobre una mesa de piedra.
—Esto no lo vería nadie sin buscarlo —susurró.
—¿Y si nos están poniendo las pistas delante... justo para que las sigamos? —añadió Hugo, apuntando con su escáner a los pigmentos restantes.
Guillem miraba hacia arriba. Las vigas de madera estaban marcadas con símbolos que parecían meros defectos... pero seguían patrones.
—¿Y si todo este sitio fue rediseñado como código? —preguntó sin ironía.
Cuando creyeron estar solos, una figura surgió desde el fondo del pasillo. No hizo ruido. No pareció sorprenderse. Solo los observó.
Vestía sotana gris gastada. Tenía el cabello blanco recogido, y unas manos que mostraban años de archivo, tierra y oración.
—Fray Aureli —dijo con voz suave. —Os esperaba. Aunque no sabía cuándo.
El grupo se paralizó. Nadie había dicho su nombre. Nadie lo conocía.
—El símbolo que traéis... es parte de un ciclo. No de fe, sino de memoria.
Jeran abrió el cuaderno. Majo mostró un dibujo de la galería del Turó.
El monje asintió. Luego caminó hacia un muro y presionó una piedra tallada en forma de espiral. Esta se hundió medio centímetro y desbloqueó una puerta oculta.
—Los que recuerdan son los únicos capaces de entrar —dijo. —El resto... solo pasa de largo.
Tras la puerta, una sala pequeña. Paredes de piedra con libros sin clasificar, mapas colgados como si alguien los hubiese estado comparando durante décadas, y en un atril, un manuscrito encuadernado en cuero. No tenía título. Solo un símbolo grabado con tinta quemada.
Fray Aureli lo abrió. Mostró una página central: tres líneas conectaban puntos de la ciudad. Una espiral señalaba una bóveda subterránea bajo el acueducto de Montigalà.
—Esto no es historia —dijo el monje—. Es tránsito. Es lo que une a los que ven con los que comprenden.
Entregó una llave dorada a Iryan.
—Cuando el silencio se vuelva demasiado fuerte... usadla. Solo funciona si hay verdad entre quienes la sostienen.
Los chicos no respondieron. Crystmas ladró una vez. El sonido rebotó entre los muros.
El monasterio guardaba secretos.
Pero ya no estaban solos en ellos.
El claustro parecía contener la respiración. Mientras el grupo recorría los corredores laterales, donde el musgo trepaba por la piedra y los vitrales emitían destellos de luz tenue, todo parecía pausado, como si el lugar reconociera su presencia.
Jeran y Majo se detuvieron frente a una vidriera rota. El cristal, aún intacto en algunos fragmentos, mostraba una escena que recordaba demasiado a lo vivido en el Turó: una esfera dorada sostenida por figuras humanas, rodeadas por símbolos celestes.
—¿Es lo mismo? —preguntó Majo, con voz apenas audible.
Jeran tocó el borde del marco.
—No. Aquí la esfera no está escondida… está compartida.
Ambos se quedaron en silencio. El aire entre ellos no era tensión, sino posibilidad. Y sin buscarlo, sus manos se rozaron sobre el cristal helado. Un temblor suave recorrió la piedra. La luz del vitral se intensificó un segundo, y luego volvió a apagarse.
Desde el pasillo contiguo, Guillem los llamó:
—¡Eh! ¿Habéis visto esto?
Al reunirse, encontraron un tramo del muro marcado con líneas que no seguían patrones decorativos. Iryan, con los ojos brillando, confirmó:
—Es una ruta. Pero no sólo física. Es simbólica. Marca pasajes emocionales: unión, ruptura, búsqueda, renacimiento.
Hugo tocó una piedra más oscura. Se activó un mecanismo oculto. Parte del suelo giró lentamente, revelando una escalera que descendía bajo el claustro. Fray Aureli, desde la sombra, observaba.
—Ya estáis dentro de la red. Pero recordad: no todo lo que duerme quiere ser despertado.
La luz parpadeó.
Y el grupo descendió.
La escalera descendía en espiral, estrecha y húmeda, tallada a mano en piedra sin pulir. Los pasos del grupo resonaban con un eco sordo, como si cada sonido quedara atrapado entre los muros. No hablaban. Solo los faros de las linternas se deslizaban por la superficie, revelando símbolos más antiguos que los que habían visto hasta entonces.
Crystmas bajó el primero, sin dudar. A cada cierto tramo, giraba la cabeza como si esperase que vinieran detrás. Jeran y Majo seguían en segundo lugar, sus respiraciones sincronizadas. Atrás, Hugo comprobaba la señal del escáner; Iryan dibujaba incluso en movimiento; Guillem murmuraba una secuencia rítmica que le ayudaba a memorizar el diseño del muro. Itzan cerraba la fila, atento, con la linterna en alto.
La escalera terminaba en una cámara semicircular. En el centro, una plataforma. Sobre ella, una esfera idéntica a la que llevaban—solo que esta estaba fracturada. A su alrededor, siete columnas grabadas con rostros indistintos y una palabra repetida en catalán: “Testimoni.”
—No es un objeto. Es un archivo —dijo Hugo con convicción.
—No fue creado para mostrarse. Fue creado para esperar —susurró Iryan.
Una corriente de aire caliente recorrió la sala. La piedra tembló. La esfera de la plataforma se iluminó levemente... y giró.
Sin aviso, parte del suelo cedió en dos secciones laterales. Jeran y Majo, que estaban más cerca del pedestal, se deslizaron por una rampa que se cerró tras ellos al instante.
—¡Jeran! —gritó Itzan, corriendo hacia la compuerta, demasiado tarde.
Crystmas ladró dos veces. Hugo tocó el muro: seguía caliente. Guillem inspeccionó los grabados.
—Fue diseñado para dividir. No por error… sino como prueba.
La nueva sala en la que habían caído Jeran y Majo era más pequeña. Los muros estaban cubiertos por espejos rotos, colocados en ángulo. Cada reflejo distorsionaba sus formas, sus gestos. En el centro, una cuerda tensada sobre una fosa con plataformas inestables. Al fondo, una puerta.
—¿Qué es esto? —preguntó Majo.
—Un paso. No físico… emocional —respondió Jeran, acercándose a la cuerda.
Se miraron. Como si la cámara los desnudara, los confrontara.
—Si no confías, no cruzas —dijo él.
—Confío en ti más que en mí —dijo ella sin vacilar.
Él tomó la cuerda. Avanzó. Se tambaleó.
Ella lo siguió. A mitad del paso, él resbaló. Quedó colgado. Majo reaccionó. Lo sujetó por las muñecas, se afirmó en una grieta, tiró. Un momento de verdad. De fuerza. De vínculo.
Y lo logró.
Se abrazaron. No por impulso, sino por certeza.
La puerta se abrió.
El polvo se asentaba lentamente. El suelo dejaba de vibrar. Y el silencio que quedó tras el esfuerzo ya no era inquietante... era pleno.
Jeran y Majo se abrazaban aún sin moverse, respirando entrecortadamente, conscientes del lugar, pero más conscientes del momento. Sus manos temblaban, sus cuerpos todavía resonaban con la tensión del rescate. Pero sus miradas, clavadas una en la otra, habían cambiado.
Ella habló primero, con un hilo de voz:
—Si esto fuera una película… aquí pondría música lenta y cortaría a una escena de atardecer.
Él sonrió apenas.
—Y yo estaría fingiendo que no sé qué decir... aunque lo sepa desde hace tiempo.
Las palabras se perdieron. No hacían falta más.
Jeran acercó el rostro. Majo no se apartó.
Y allí, entre muros agrietados, con los espejos rotos reflejando fragmentos de luz que parecían constelaciones desordenadas... se besaron.
No fue ruidoso. No fue perfecto.
Fue verdadero.
Duró lo justo para que el lugar pareciera reconocerlo. Una de las paredes se iluminó brevemente. El símbolo espiral parpadeó. Y la puerta de salida se abrió sola.
Crystmas, al otro lado, ladró una vez. Como si supiera.
Capítulo 6: El Guardián del Silencio
El reencuentro fue discreto, pero intenso. Cuando Jeran y Majo cruzaron la puerta que se abrió tras la prueba, Crystmas los recibió con un ladrido contenido, como si lo hubiera ensayado. Iryan abrazó a su hermano brevemente. Guillem observó sin comentar, aunque sus ojos registraban cada gesto.
La sala donde se reencontraron era distinta: ni claustro, ni cámara ritual. Era una bóveda con paredes cubiertas por líneas que se movían. Literalmente.
—El mapa está vivo —susurró Hugo, mientras su escáner no lograba estabilizar ningún parámetro.
Sobre una mesa de piedra, la esfera que portaban se activó. Emitió un pulso tenue, y parte del muro reaccionó: aparecieron símbolos laietanos, mezclados con coordenadas romanas y trazos modernos.
—Esto es una red —dijo Itzan—. Y ahora somos parte de ella.
El monje entró sin ser llamado. Sus pasos no hacían ruido. Llevaba consigo un libro envuelto en tela negra y un gesto de urgencia en la voz.
—Han venido otros. No por sabiduría... por dominio.
—¿Nos están siguiendo? —preguntó Jeran.
—Ya están dentro. Y no hay tiempo para decisiones lentas.
Fray Aureli caminó hacia una vitrina rota, presionó un relieve en la piedra... y una sección del muro se deslizó hacia dentro, revelando un pasadizo de ladrillo húmedo.
—Esto fue construido hace siglos. Para quienes debían desaparecer sin dejar rastro.
Crystmas entró primero. Como si supiera.
Luego fueron todos. Y cuando Fray Aureli cerró la puerta, no se despidió. Solo murmuró:
Buscad la espiral. No la línea recta.
El pasadizo bajo el monasterio se estrechaba con cada tramo. Las paredes ya no eran lisas, sino rugosas, talladas con patrones de raíces entrelazadas que se iluminaban brevemente al paso de la esfera. Hugo lo confirmó: el objeto reaccionaba al entorno, como si recordara los lugares donde debía brillar.
Guillem se detuvo frente a una sección del muro donde los símbolos formaban una secuencia ascendente. Tocó tres trazos en particular, y entonces algo cambió.
—Es un metrónomo visual. No se lee, se escucha. Cada símbolo tiene ritmo —dijo con un tono que nadie le había escuchado antes.
Al repetir el patrón en voz baja, parte del muro se deslizó hacia dentro.
—Acabamos de abrir una sala que lleva cerrada siglos —añadió Hugo con admiración.
Dentro, una cámara triangular con tres pilares flotantes. En cada uno, una piedra con inscripciones, y en el centro… un mapa tallado con líneas que conectaban puntos precisos: el Turó, el Monasterio, el Zorrilla… y ahora un nuevo lugar.
Montigalà.
Una zona industrial. Poco interés arqueológico. Pero el símbolo estaba allí.
—Ahí nos quiere llevar —dijo Jeran.
—O quiere que no lleguemos —añadió Itzan, con la mirada seria.
Mientras el grupo descifraba las rutas, desde uno de los túneles traseros comenzaron a llegar sonidos. Muy leves. Como pasos. Pero no firmes. Sigilosos. Repetidos.
Crystmas levantó las orejas. Gruñó, apenas.
—Nos han encontrado —susurró Majo.
Fray Aureli, que había permanecido oculto en un segundo plano, se acercó sin hacer ruido.
—No vienen solos. Y no vienen por curiosidad. Sabían del Umbral. Pero no de vosotros.
Les entregó un papel plegado con un símbolo distinto. Una línea curva con dos puntos: una ruta alternativa, no registrada, hacia la antigua galería de drenaje que conecta con Montigalà.
—Pero esa ruta exige algo más —dijo con gravedad—. Una elección de quién guía… y quién confía sin ver.
Jeran miró a Majo.
Guillem se adelantó.
—Yo interpreto. Vosotros decidís. Y Crystmas... nos protege.
La cámara se empezó a oscurecer. Las piedras activadas por los perseguidores hacían resonar el aire con vibraciones agudas. El grupo tenía minutos.
Y tenían un destino.
Montigalà los esperaba.
Pero lo más inquietante ya no era el mapa.
Era la sensación de que alguien más... ya lo había recorrido.
Capítulo 7: La Línea Dormida
El cielo de Montigalà no se parecía al del Turó ni al del monasterio. Era gris, sin textura, como si hubiese sido pintado por una mano mecánica. Las fábricas abandonadas creaban siluetas rotas entre naves de cemento, y el aire olía a metal viejo.
El grupo llegó en silencio. No por miedo, sino por respeto. Guillem, que en otros días hacía bromas al llegar a cualquier sitio, iba concentrado, casi hipnótico. Miraba cada edificio como si lo recordara, aunque nunca había estado allí.
Iryan caminaba a su lado, dibujando lo que veía: puertas selladas, muros con grafitis, chimeneas mudas. Hugo, escéptico pero sensible, analizaba con su escáner las interferencias magnéticas que no tenían explicación. Y Crystmas iba delante, siguiendo un rastro invisible.
Detrás de una valla oxidada, descubrieron una losa que marcaba la entrada a una estación de metro que jamás fue abierta al público. Línea 4 de Badalona. En los registros, figuraba como “cancelada en fase de pruebas”. Pero ahí estaba: real, silenciosa, enterrada.
—Esto estaba diseñado —dijo Jeran—. Pero alguien lo borró.
Guillem tocó una placa medio hundida. De pronto, se detuvo. Cerró los ojos.
—No sé cómo sé esto… pero esta entrada… no es la única. Hay otra, junto a las columnas del lado este.
El grupo lo siguió, sin preguntar. Majo y Itzan intercambiaron una mirada: algo estaba ocurriendo con él. Una especie de memoria que no era suya… pero sí le respondía.
La estación abandonada tenía pasillos cubiertos por grafitis extraños. No eran firmas. Eran símbolos: constelaciones, rostros, flechas invertidas. Y en el fondo, una sala circular. En ella, tres grabadoras de casete encendidas… reproducían voces que hablaban en catalán antiguo, mezcladas con palabras modernas.
—Las grabaciones son de los años 60 —dijo Hugo, perplejo—. Pero los símbolos… son milenarios.
Guillem empezó a murmurar frases sin pensar. Palabras como Heretar, Reconeixement, Veu. El grupo lo observaba en silencio.
—Es como si lo hubiera vivido —dijo él finalmente—. No lo entiendo… pero lo recuerdo.
Una pared vibró. Parte del suelo se movió. Y se abrió un compartimento que señalaba una ruta más: la bóveda magnética bajo las fábricas.
Antes de que pudieran seguir, un sonido los paralizó: pisadas. Reales. Fuertes. No como antes.
Los perseguidores ya no eran una teoría. Eran personas. Caminaban con linternas potentes, gafas térmicas, y algo más peligroso: orden.
Fray Aureli tenía razón. Venían por la red. No por la historia.
Crystmas gruñó. Itzan organizó la salida. Majo y Jeran sellaron el acceso secundario. Y Guillem, antes de cerrar la puerta… dejó una grabadora encendida con su propia voz.
—La historia no se roba. Se transmite.
La puerta se cerró.
Capítulo 8: La bóveda del doble origen
La entrada a la bóveda estaba oculta tras un panel falso, en lo que parecía el sótano de una fábrica abandonada. El acceso se desbloqueó cuando Guillem colocó sobre el relieve una piedra grabada que había guardado desde el monasterio. No sabía por qué lo hizo. Sólo que debía hacerlo.
Bajaron por una escalera de metal corroída, hasta un túnel revestido de cobre, donde la temperatura descendía a medida que avanzaban. El aire vibraba. No por sonido. Por campo. Como si el lugar funcionara con una energía que no venía de cables ni generadores.
Hugo revisó sus sensores: interferencias, magnetismo variable, pulsos sin patrón. Iryan escribía sin parar, hasta que su lápiz se partió solo. Crystmas gemía. Majo agarró la mano de Jeran como reflejo. Y Guillem, cada vez más callado, se detenía frente a las paredes como si escuchara algo que los demás no podían oír.
Al llegar a la cámara central, las luces de sus linternas se apagaron sin romperse. Pero el lugar… brillaba con luz natural.
Las paredes eran de roca blanca tallada, cubierta con inscripciones laietanas mezcladas con símbolos romanos… pero también con fórmulas químicas, ecuaciones, nombres modernos.
—Esto no es historia —dijo Jeran, tocando una inscripción que decía Doble origen—. Es un palimpsesto vivo. Una capa sobre otra… y otra… y otra.
Un mural se activó al paso de Guillem. Las piedras vibraron. Una proyección comenzó a girar en espiral sobre una pared.
Mostraba dos figuras humanas: una con túnica, otra con chaqueta. Juntas sostenían una esfera.
—Eso somos nosotros —murmuró Majo.
Guillem se acercó, tocó el suelo. Cerró los ojos.
—Los laietanos no sólo codificaron historia… codificaron memoria. Personas que podían “recordar sin haber vivido”. Transmisores. Testigos no nacidos aún.
Todos lo miraron. Nadie habló. Pero algo en Guillem había cambiado.
—Soy uno de ellos —susurró él.
Y una piedra detrás suyo se iluminó con su nombre grabado. No en presente. En pasado.
Las puertas de la bóveda temblaron. Desde arriba, pasos. Voces. No más sospechas. Estaban allí.
—Tenemos minutos —dijo Itzan—. Y una sola salida que no está en los planos. Pero la activamos juntos… o no se abre.
Jeran, Majo, Hugo, Iryan, Itzan, Guillem, Crystmas. Siete.
Siete pilares alrededor de una esfera.
Siete decisiones.
Capítulo 9: El Umbral del Origen
La bóveda los recibió con luz propia. No artificial, ni solar. Una luminosidad suave que parecía emanar del suelo, como si el conocimiento tuviera temperatura.
Las paredes vibraban en silencio. En el centro, un pedestal giraba lentamente, mostrando el símbolo que habían visto desde el principio: el triángulo espiral. Solo que ahora estaba incompleto. Roto en uno de sus lados. Como una puerta entreabierta. O como una advertencia.
Guillem, más sereno que nunca, se acercó. En la piedra había una inscripción recién activada:
“El conocimiento no se transmite. Se entrega. No todos deben recibirlo. No todos están listos.”
Hugo descifró las fórmulas grabadas. Era un sistema de elección sellado por guardianes anteriores: activar la red completa significaba liberar toda la memoria… pero a cambio, sellar parte de ella para siempre.
Fray Aureli, que había llegado sin ser visto, caminó con las botas llenas de barro y los ojos rojos de emoción. No hablaba como guía, sino como testigo.
—Cada generación decide. La última cerró el ciclo. Esta... puede abrirlo.
Una explosión lejana hizo temblar la bóveda. Desde la galería de drenaje, los perseguidores aparecían. No como exploradores. Como saqueadores. Querían el núcleo. El acceso total. Lo que nadie debía poseer.
Crystmas gruñía de forma que el grupo nunca había escuchado. Itzan activó el cierre de seguridad del pasadizo trasero. Iryan sostenía la llave dorada. El pedestal empezaba a girar más rápido.
Tenían tres minutos antes de que el mecanismo se bloqueara. Para siempre.
Guillem se adelantó. Sacó la hoja doblada que había memorizado desde el museo, el monasterio y la estación. Comenzó a recitar símbolos como un conjuro.
—No hace falta que lo entendáis. Solo que confiéis.
La esfera se estabilizó. El pedestal se abrió. Dentro, un cilindro con una inscripción tallada en catalán antiguo:
“Els qui recorden, hereten. Els qui obliden, repeteixen.”
Jeran, con la mano sobre la de Majo, dijo sin dudar:
—Activamos. Pero no para mostrarlo. Para custodiarlo.
Todos asintieron.
No lo entregarían al mundo.
Lo guardarían para quien demuestre estar listo.
La bóveda se cerró por sí sola. Los perseguidores quedaron bloqueados en pasadizos falsos. El grupo salió por una galería revelada por Aureli, que desapareció sin decir adiós.
En el exterior, mojados, exhaustos, distintos... se sentaron en un descampado.
Guillem, viendo el cielo en calma, dijo:
—No salvamos el mundo. Pero sí que le dimos algo mejor.
—¿Qué? —preguntó Iryan.
—Un grupo que lo va a recordar con sentido.
Rieron. Crystmas ladró. El cielo amanecía.
Y el Umbral... duerme. Pero con ellos, despierto.
Capítulo 10: Lo que el Umbral dejó detrás
No había proyector. No había película.
Solo ellos. Sentados. Con una historia que ya era suya.
Jeran hojeaba el cuaderno sin escribir. Observaba cada página como si las letras tuvieran otro significado. Majo, a su lado, sonreía sin apuro. Le tocó la mano. No para calmarlo. Para recordarle que seguían aquí.
Iryan, junto a Hugo, terminaba el último esquema: un mapa nuevo. No de túneles, sino de recuerdos. Guillem preparaba una caja: dentro colocaba la piedra del monasterio, el casete de la estación y una nota que decía:
“Testimonio no es pasado. Es elección.”
Crystmas dormía bajo una manta, respirando como quien ha vivido demasiado por hoy.
Antes de irse, dejaron cada objeto en su lugar. La esfera en un cajón sellado. El mapa bajo tierra. Los secretos en los silencios compartidos.
Itzan les miró a todos.
—Si esto empieza de nuevo… ya sabéis dónde encontrarme.
Jeran sonrió. Majo lo abrazó por la espalda, con suavidad. Como si el beso de la bóveda fuera solo el primero de muchos.
Cada uno se fue en dirección distinta. No por separación. Por expansión.
El Umbral no los había unido por ser iguales. Lo hizo por permitirles elegir juntos.
Final
Meses después, en una vitrina del Museo de Badalona, una réplica de la esfera descansa bajo una placa dorada:
“Donación anónima. Interpretación en curso.”
Frente a ella, un visitante encapuchado observa. No anota nada. No toca. Solo deja un sobre en el buzón del museo.
Dentro, una frase manuscrita:
“Los que buscan por curiosidad llegan lejos.
Los que lo hacen por memoria… abren puertas.”
—
Y aún hay puertas por abrir.