Maníacos del baile

Sofía, La reina de la pista

En la discoteca “Eclipse”, donde las luces de neón parpadean al ritmo de la música y los cuerpos se entrelazan en una danza frenética, Daniel y Sofía se encuentran. Dos almas dispuestas a dejarse llevar por la pasión del baile y a descubrir que, a veces, el amor puede ser más armonioso que cualquier coreografía. Entre pasos y suspiros, su historia se teje en un mundo donde el tiempo se detiene y los corazones laten al ritmo de una melodía invisible. Bienvenidos a “Eclipse”, donde los destinos se cruzan y los sueños se hacen realidad.

La discoteca “Eclipse” se alzaba en el corazón de la ciudad, un edificio de dos plantas que prometía una experiencia única. Daniel nunca había puesto un pie en un lugar así, pero su primo Carlos lo había convencido con entusiasmo. “¡Vas a alucinar, tío!”, le había dicho, y Daniel, con una mezcla de nervios y curiosidad, había aceptado.

La entrada estaba flanqueada por luces de neón que parpadeaban en tonos eléctricos. El aire vibraba con la anticipación de la noche. Al subir las escaleras, Daniel notó cómo la música se intensificaba, como si el edificio mismo latiera al ritmo de la fiesta. En la planta baja, la pista de baile se extendía como un campo de batalla, llena de cuerpos en movimiento. Las luces giraban y se cruzaban, creando un espectáculo hipnótico.

Carlos señaló hacia la barra. “Allí está Sofía”, dijo. “La reina de la pista. No te la pierdas”. Daniel siguió su mirada y la vio: Sofía, rodeada por un grupo de amigas igual de enérgicas. Su cabello oscuro se agitaba al compás de la música, y sus ojos brillaban con una intensidad que parecía desafiar al mundo entero. Daniel no podía apartar la mirada.

Carlos y Laura, la amiga extrovertida, se acercaron a Sofía y su grupo. Las risas y los abrazos fluían mientras se intercambiaban nombres y anécdotas. Sofía lo miró con curiosidad. “¿Tú eres el novato?”, preguntó. Daniel asintió, sintiéndose un poco fuera de lugar.

Sofía tenía una sonrisa enigmática. “Me gusta tu camiseta”, le dijo. “Los Rolling Stones siempre son una buena elección”. Daniel se sintió aliviado. Había algo en la forma en que Sofía lo miraba que lo hacía sentir muy inquieto.

Cuando la música se volvió más intensa, Sofía lo invitó a la pista. Al principio, Daniel dudó. No sabía moverse como ella, y la idea de hacer el ridículo frente a todos le daba un poco de miedo. Pero Sofía lo animó. “Solo déjate llevar”

Daniel se dejó llevar por Sofía en la pista de baile. La música retumbaba en sus oídos, y el mundo exterior se desvaneció. Solo existían ellos dos, girando y saltando al ritmo frenético. Sofía lo guiaba con destreza, y Daniel intentaba seguir sus pasos, aunque a veces tropezaba y reía.

Sofía tenía una sonrisa enigmática mientras lo miraba. “¿Es tu primera vez en ‘Eclipse’?”, preguntó. Daniel asintió, sintiéndose un poco torpe. “Es mi primera vez”, admitió. “Nunca había estado en una discoteca así”.

Sofía rió. “Bueno, estás en el lugar correcto para aprender”. Le tomó la mano y lo giró. Daniel sintió la adrenalina correr por sus venas. “¿Te gusta bailar?”, preguntó ella.

Daniel se encogió de hombros. “No soy muy bueno, pero estoy dispuesto a intentarlo”. Sofía lo miró con complicidad. “La música es la única regla aquí”, le recordó. “Solo déjate llevar”.

Y así lo hizo. Daniel cerró los ojos y se abandonó al ritmo. Sofía lo llevó en una danza frenética, y él la siguió, sintiendo cómo su cuerpo se liberaba. Las luces parpadeaban a su alrededor, y la multitud se convirtió en un borrón de colores y sonidos.

Sofía se acercó a su oído. “¿Sabes qué?”, susurró. “Eres diferente a los demás chicos que vienen aquí. Tienes algo especial”. 

“¿En serio?”, preguntó. “¿Qué es lo que ves en mí?”. Sofía se rió. “Tus ojos”, dijo. “Tienen esa chispa de curiosidad. Y también tu sonrisa. Me gusta cómo te entregas al baile”.

Daniel se sintió más ligero. “Tú también eres especial”, le dijo. “Nunca había visto a alguien moverse como tú”. Sofía lo atrajo hacia sí y lo besó tiernamente. El mundo se detuvo por un momento, y Daniel supo que esa noche sería inolvidable.

Bailaron hasta el amanecer, sin preocuparse por el tiempo. Cuando finalmente salieron de la pista, Sofía le guiñó un ojo. “¿Te gustaría volver a verme?”, preguntó. Daniel asintió. “Claro”, respondió. “Eres una maníaca del baile, y yo quiero aprender de ti”.


La semana siguiente fue un torbellino para Daniel. No podía quitarse a Sofía de la cabeza. Sus movimientos en la pista de baile seguían girando en su mente, y la pasión que ella irradiaba lo había contagiado por completo. Pero había un problema: Daniel no sabía bailar.

Decidió tomar cartas en el asunto. Desempolvó su viejo par de zapatillas deportivas y buscó en línea academias de baile en la ciudad. Quería estar a la altura de Sofía, quería moverse como ella, sentir la música en su piel. Así que se inscribió en una academia de baile.

La primera clase fue un desastre. Daniel pisó los pies de su compañera más veces de las que podía contar. Pero no se rindió. Practicó en casa, siguiendo tutoriales en YouTube y repitiendo los pasos una y otra vez. Se imaginaba a Sofía a su lado, corrigiéndolo con paciencia.

La segunda semana fue mejor. Daniel comenzó a sentir la música en sus huesos. Aprendió a girar, a mover las caderas, a dejarse llevar. Y aunque todavía estaba lejos de ser un experto, sentía que avanzaba. 

Un día, mientras practicaba en la academia en frente del espejo, alguien lo observó desde la puerta. Era Sofía. Llevaba su característica sonrisa enigmática. “¿Te gusta bailar?”, preguntó. Daniel asintió, nervioso. “Estoy aprendiendo”, admitió. “Quiero estar a tu nivel”.

Sofía se acercó y tomó su mano. “Vamos”, dijo. “Baila conmigo”. Daniel la siguió a la pista de baile, sintiendo cómo su corazón latía con fuerza. Sofía lo guió en una coreografía improvisada, y Daniel se dejó llevar. No importaba si tropezaba o si sus pasos no eran perfectos. Estaba bailando con ella, y eso era suficiente.

Sofía lo miró con complicidad. “¿Sabes que te he echado de menos?”, le dijo. “Ya hace varias semanas desde que nos conocimos en la disconteca, y resulta que has estado aprendiendo a baillar, si que eres especial”. Daniel sonrió. “La verdad es que quería impresionarte la siguiente vez que bailaramos juntos”, le respondió. “Gracias por contagiarme la pasión por el baile”.

Ahora tengo que irme, que llego tarde a la clase, pero espero verte el sábado en la discoteca “Eclipse”, me tienes que enseñar tódo lo que has aprendido estas semanas.

Daniel apenas pudo dormir esa noche. La idea de volver a ver a Sofía en la discoteca “Eclipse” lo tenía emocionado y nervioso. Había practicado sus pasos de baile una y otra vez, imaginando cómo sería bailar con ella. Y ahora, con el corazón acelerado, se encontraba frente a la entrada del lugar.

La música retumbaba en las paredes, y las luces de neón parpadeaban al ritmo. Daniel buscó a Sofía entre la multitud. Y allí estaba ella, en medio de la pista de baile, con su cabello oscuro y su sonrisa enigmática. Se acercó, sintiendo cómo su corazón latía con fuerza.

Sofía lo recibió con un abrazo. “Me alegra verte”, dijo. “¿Listo para demostrarme tus nuevos movimientos?”. Daniel asintió, nervioso pero decidido. 

Pero antes de comenzar a bailar, Sofía se detuvo y lo miró de arriba abajo. “¿Una camiseta de fiebre del sábado noche?”, preguntó, con una ceja alzada. “Eres toda una sorpresa”.

Daniel se sonrojó. “Es para motivarme”, se excusó. “. Sofía rió. “No, si me gusta. Es refrescante ver a alguien que no sigue las tendencias”. Y comenzaron a bailar.

Daniel se entregó por completo. Sofía lo guiaba con destreza, y él la seguía, sintiendo cómo su cuerpo se movía al compás de la música. Los demás bailarines los vitoreaban, y Daniel se sentía como si estuviera flotando. Sofía lo miraba con admiración, y eso lo impulsaba a dar lo mejor de sí.

Cuando la canción llegó a su clímax, Sofía lo atrajo hacia sí y lo besó. El mundo se detuvo por un momento. Los amigos de Sofía los rodearon, aplaudiendo y vitoreando. “¡Increíble!”, “Daniel, tienes talento”.

Sofía le susurró al oído: “Me has impresionado”. Daniel sonrió, sintiéndose en la cima del mundo. 

Sofía se acercó aún más. “Tengo una idea”, dijo. “¿Por qué no nos inscribimos juntos en el próximo concurso de baile que realicen en la discoteca? Sería divertido”. Daniel se sorprendió. “¿En serio crees que estoy listo para eso?”.

Sofía le guiñó un ojo. “Tienes potencial”, afirmó. “Y yo estaré a tu lado para ayudarte. Además, creo que seríamos una pareja increíble en la pista”. Daniel miró a Sofía, sintiendo que su corazón latía al ritmo de la música invisible que los rodeaba.

Y así, entre luces parpadeantes y risas compartidas, Daniel y Sofía continuaron bailiando. La discoteca “Eclipse” se convirtió en su lugar mágico, donde la música los unía y el baile los elevaba. Porque esa noche, Daniel supo que había encontrado algo más que una pasión por el baile: había encontrado a alguien que lo hacía sentir vivo.


Comenzaron las prácticas de baile en una de las salas de la academia. Las paredes estaban cubiertas de espejos, y el suelo era de madera pulida. Sofía y Daniel se encontraban allí después de las clases, con la música como única compañía. Los primeros días, Sofía lo guiaba con paciencia, corrigiendo cada movimiento. Daniel se sentía torpe, pero Sofía lo alentaba. “La clave está en sentir la música”, le decía. “Deja que te lleve”.

Entre risas y sudor, Daniel aprendía a girar, a mover las caderas, a dejarse llevar. Sofía le enseñaba pasos de salsa, bachata y tango. “El baile es como una conversación”, le decía. “Tienes que escuchar y responder”.

Y así, entre pasos y suspiros, crecía algo más entre ellos. No solo era el baile, sino también la complicidad, la confianza y el deseo de estar juntos. 


El día del concurso llegó, y la discoteca Eclipse estaba llena. Cuando salieron a la pista, el público los recibió con aplausos y gritos de ánimo. Y Sofía, con su sonrisa enigmática, le susurraba al oído: “Confío en ti”.

La música comenzó, y Daniel y Sofía se miraron. No había más que ellos dos y la melodía que los envolvía. Los movimientos fluían con naturalidad, como si estuvieran destinados a estar allí.

Pero esta vez, algo cambió. A mitad de la coreografía, Sofía tropezó. Daniel la atrapó en sus brazos, y en ese instante, el mundo se detuvo. Los aplausos se convirtieron en un susurro lejano, y los ojos de Sofía se encontraron con los de Daniel. En ese momento, supieron que algo extraordinario estaba sucediendo.

La música continuó, pero ya no importaba. Daniel y Sofía improvisaron, dejándose llevar por la pasión y la conexión que los unía. Los demás bailarines los miraban con asombro. “Es como si estuvieran bailando en otro plano” comentó uno de ellos.

Los pasos se volvieron más audaces, más arriesgados. Sofía giró, y Daniel la siguió, como si estuvieran danzando en el filo de un sueño. Los aplausos se intensificaron pero Daniel y Sofía solo tenían ojos el uno para el otro. Esta vez fué Daniel quien atrajo hacia sí a Sofía y la besó. 

Y así, entre pasos y suspiros, Daniel y Sofía se convirtieron en los ganadores del concurso, pero eso era lo de menos. Habían encontrado algo más que un trofeo: habían encontrado el amor y la magia del baile. Se habían convertido en unos maníacos del baile.


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