Valora cada momento de la vida

La vida nos presta momentos, personas y cosas, no para poseerlos, sino para disfrutarlos y aprender de ellos mientras están con nosotros.


En un pequeño pueblo, entre valles y montañas, vivía un párroco llamado Don Eduardo. Era un hombre de fe profunda y sabiduría, conocido por su bondad y su capacidad para ofrecer consuelo a los afligidos.

En ese mismo pueblo, una joven llamada Ana lloraba la reciente pérdida de su abuelo, a quien cariñosamente llamaba Abuelo Mateo. Abuelo Mateo había sido una figura central en la vida de Ana, enseñándole el valor de las pequeñas cosas y la importancia de la familia.


Un día, buscando consuelo y entendimiento, Ana se acercó a Don Eduardo. El párroco, con su voz calmada y su mirada comprensiva, invitó a Ana a dar un paseo por el bosque que rodeaba el pueblo, un lugar donde Abuelo Mateo solía llevarla de niña. Durante ese paseo, Don Eduardo compartió con Ana reflexiones y enseñanzas que la ayudarían a encontrar paz y a valorar cada momento de la vida, incluso en medio del dolor de la pérdida.


Don Eduardo,” dijo ella, “siempre tengo miedo de perder lo que tengo. ¿Cómo puedo vivir sin esta ansiedad que me consume?”

Mientras caminaban, Don Eduardo se detuvo y recogió una hoja caída del suelo. “Mira esta hoja,” le dijo a Ana, “una vez fue parte de un árbol majestuoso, y ahora yace aquí en el suelo. Pero no está triste ni temerosa, porque sabe que es parte de algo más grande: el ciclo de la vida.”


Continuaron su paseo y Don Eduardo señaló las flores que brotaban, los árboles que crecían y los pájaros que volaban libremente. “Todo cambia, Ana,” explicó. “Valorar no significa aferrarse, sino apreciar cada momento, cada persona, cada cosa, sabiendo que son temporales. La belleza de la vida está en su impermanencia.”

Ana escuchaba atentamente, y poco a poco, las palabras de Don Eduardo calaban en su corazón. Aprendió que hay que valorar cada sonrisa, cada abrazo, cada palabra amable, no como algo que temer perder, sino como un regalo del presente.

Mientras seguían su camino, Don Eduardo se detuvo ante un arroyo que murmuraba suavemente entre las piedras. “Escucha el agua, Ana,” dijo con una sonrisa. “Fluye sin aferrarse a nada. Si intenta quedarse quieta, deja de ser lo que es. Así también nosotros debemos aprender a fluir con la vida.”

Ana observó cómo el agua se deslizaba fácilmente por entre las rocas y raíces, siempre encontrando su camino. “El agua no lucha, simplemente es,” reflexionó en voz alta.

“Exactamente,” asintió Don Eduardo. “Y fíjate en esos árboles.” Señaló hacia los altos pinos que se mecían con el viento. “No resisten el viento, se mueven con él. Así debemos ser flexibles y adaptables, no rígidos y quebradizos.”


Continuaron su paseo y llegaron a un claro donde los rayos del sol se filtraban a través de las hojas, creando un tapiz de luz y sombra. “La luz y la oscuridad coexisten, Ana. No podemos tener una sin la otra. Aprecia los momentos de luz, pero no temas a la oscuridad; ella también tiene sus lecciones.”

Ana asintió, sintiendo la verdad de esas palabras resonar en su interior. Don Eduardo continuó: “La vida es un constante fluir, como el río que nunca toca dos veces la misma piedra. Atesora cada momento, cada encuentro, cada experiencia, porque no volverán de la misma manera.”

“Y cuando llegue el momento de dejar ir, hazlo con gratitud, no con tristeza. Porque cada final es el comienzo de algo nuevo, y cada pérdida nos enseña a valorar más lo que aún tenemos.”

Con el crepúsculo tiñendo de colores el cielo del bosque, Ana y Don Eduardo concluyeron su caminata. Pero para Ana, lo que había comenzado como un simple paseo se había transformado en el primer paso de un viaje más profundo y enriquecedor.

Armada con las enseñanzas de la impermanencia y la gratitud, Ana estaba lista para abrazar cada momento de su vida con una nueva perspectiva, sabiendo que cada experiencia, por efímera que fuera, era una joya que atesorar en el collar de su existencia.

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